jueves, 20 de junio de 2013

LA MULA Y LA BULA


 En la plaza en la posada
se hospedaban muleteros,
muy gallardos, pintureros,
con mulas de gran alzada.
Mulas de carga y arada,
en busca de comprador,
casi siempre un labrador,
a la mula la probaban
y al momento comprobaban
resultado alentador.

Lo hacían frente a la Ermita
en una herrén que aun existe,
tradición que no persiste
en la ruta a Piedra Escrita.
Mas mi recuerdo concita:
se acercaban los vecinos,
alegres, prestos, cansinos,
hurgándole entre las patas, 
buscándole las erratas
igual que hacen con los vinos.

Le uncían la vertedera
con todos los archiperres,
ataharres con los cierres,
bien pulida la mancera.
La vertedera ligera
y al gusto las opiniones
vertidas según versiones
de virtudes aparentes,
de la mula y de sus dientes,
mataduras y erosiones.


Un día compró un buen hombre
una mula hermosa y torda,
lustrosa, tranquila y gorda,
y bautizó y puso nombre.
Sin que nada de esto asombre
la iba pagando a plazos,
como podía, a retazos,
sujeto a la servidumbre
que en el pueblo era costumbre,
de airear los embarazos.

Llegada Semana Santa
carne en comer se empeñó,
y su ardor no domeñó,
su mujer que era una santa.
Viendo que a Jesús quebranta:
“¡No importa, yo pago mula,
y por tanto tengo Bula,
así lo manda la Iglesia,
que en el dinero no es necia,
y satisfago mi gula!”.