Era pasión por los nidos,
sobre todo de jilgueros,
bien con sol, con aguaceros,
con los cuerpos escurridos.
Los olivos recorridos,
los contábamos por cientos,
y era nuestro Cenicientos:
las higueras, los olivos,
andariegos fugitivos,
andariegos fugitivos,
los trepábamos sedientos.
Sedientos de la aventura
por ver a los pajarillos,
ir cambiando los pelillos,
nos inspiraban ternura.
Enfebrecida locura:
primero su pelo blanco
permitía el paso franco,
a la espera de cañones
surgidos a borbotones,
como el agua en un barranco.
Andarríos en las zarzas,
y en el suelo las coruchas,
aves alegres y muchas,
acompañadas de garzas.
Discusiones que te enzarzas
sobre el lugar a
elegir:
ir al Mancho o
mejor ir
al Guijo, a buscar
palomas
que vemos desde las
lomas
y las podemos seguir.
Gorriones en las paredes
y en los tejados los tordos,
con sus trinos para sordos
que atrapábamos sin redes.
Peligro en que a ti te agredes
sin medir las consecuencias,
por guardar las apariencias
de valor y gallardía,
trotadores todo el
día
de infantiles inconsciencias.
Y cuando estaban crecidos
nos hacíamos con ellos,
pobres pájaros aquellos
levantados de sus nidos.
Intentábamos sus cuidos,
¡con nuestras manos toscas!
Y las torpes bocas hoscas,
boqueaban con torpeza
y un ladeo de cabeza
y morían como moscas.