El sábado por la tarde
comenzaba el ramoneo
y sin nadie que los
guarde
de olivares su rameo.
La búsqueda entre dos
luces
de los ramos aparentes
que hicieran hacerse
cruces
al común de nuestras
gentes.
Los olivares temblando
por hordas de
coruchillos,
los íbamos desgajando
despertando a
pajarillos.
Competencia se
entablaba
sobre el ramo más
hermoso
y cada cual procuraba
ser el ramo más
vistoso.
Y el domingo en la
mañana
se tomaban posiciones
y al toque de la
campana
de desorden
situaciones.

Dueños sobre la explanada
que nuestra iglesia
rodea,
y actitud desvergonzada
de broncas y de pelea.
Muchachitas ataviadas
con estreno de sus
galas
de las manos iban
guiadas
contra turbias
martingalas.
Llevaban palmas y
ramos
bellamente decorados
como si fueran
reclamos
para gamberros
airados.
Más de pronto era una
guerra
que sobre el atrio
estallaba:
bullicio y polvo de
tierra
y escándalo se
formaba.
Rodaban los caramelos
que pendían de las
palmas
entre la furia de
abuelos
y alarmismo entre las
almas.
De los ramos de las
niñas
se esfumaban las
rosquillas
y entre aquellas
rebatiñas
de muchachos
zancadillas.
En tanto, se
apaciguaban,
en silencio los tumultos
y en el templo
penetraban
chiquillería y adultos.
Y comenzaba la misa
lenta, torpe y
aburrida
con atisbos de una
risa
en la boca reprimida.
El cura de aquel
entonces
enjaretaba un discurso
que entre incienso y
entre bronces
bostezos en el
concurso.
Con las hojas de la oliva
Con las hojas de la oliva
desprovista de sus
ramos
nos tiene el alma cautiva:
¡y qué tabarra
aguantamos!
Por fin Dios sea loado
a nuestros ramos
bendice
y Dios le haya
perdonado
por cuantas tontunas
dice.
Y como suelta de
potros
trotábamos los
muchachos
mezclados unos con
otros
convertidos ya en cenachos.
