En torno a la chimenea
las
trébedes y morillos,
yo
oía cantar los grillos
junto
al fuego que la hornea.
En
las noches del invierno,
sin
radio y televisión,
se
hilaba conversación
en
un ambiente fraterno.
La
familia ante la mesa
cenaba
con parsimonia,
como
en una ceremonia
donde
de hablar no se cesa.
Colgado
estaba el caldero
abetunado
de hollín,
cociendo
entre un gran trajín
de
pucheros y de esmero.
Hirviendo
estaba el salvado
para
el cerdo y las gallinas,
y unas aguas cristalinas
para
el íntimo lavado.
Y de pronto una zorrera
lagrimeaba
los ojos
y
los dejaba tan rojos
como
luna tomatera.
Y
entraba en acción el fuelle
y
con la boca soplidos
y
el gato bufo y maullidos
y
aquella pobreza muelle.
Y risas y muchas toses
y
el crepitar de taramas
y
de los pinos las ramas
y
alegría de las voces.
Y
las partidas de cartas
y
visitas del vecino
y
el porrón lleno de vino
y
engastar de historias sartas.
Y
el hablar de la cosecha
y
la compra del abono
y
la tristeza en el tono
recordando
alguna fecha.
Y
lectura de tebeos
y
lector del Buen Amigo
y
ser un mudo testigo
de
hechos de los macabeos.
Y
si el Ábrego furioso
a
las paredes mordía,
su
ululante letanía
nos
invitaba al reposo.
Y
se quedaba el rescoldo
en
la dulce chimenea
y
una lágrima aletea
en
el lecho en que me amoldo.